Hace poco
hablaba con un amigo y me comentó: «Oye, George, si te abdujera un alienígena y
te llevara a su nave nodriza y te exigiera explicar cómo es ser humano, ¿qué le
dirías?
«Bueno», contesté,
«le aconsejaría al alienígena que se pasara unos cuantos días leyendo cuentos».
En los cuentos se condensa, de forma cifrada y profunda, todo el conocimiento
humano. Son máquinas de significación, densas y elevadas, que arrojan luz sobre
los dilemas más apremiantes de la vida. Al leer una rumiada selección de
cuentos nuestro alienígena podría, en unas cuantas horas, aprender todo lo que
necesita saber sobre nuestra vida en la Tierra. Salvo cómo te sientes cuando
pierdes tu coche en un aparcamiento subterráneo y te pasas tres horas dando
vueltas, disimulando como si supieras bien hacia dónde vas, para que los
conductores que pasen junto a ti —que han encontrado sus coches sin problema,
ya que han procurado escribir el número de la plaza y la planta en la muñeca o donde
sea— no piensen mal de ti. Creo que aún no existe un cuento sobre eso.
Bueno, a
lo que íbamos.
«¿Qué es
esta cosa llamada amor?», podría preguntar nuestro alienígena.
«Está
bien», diría. «Lo primero que tienes que hacer es leerte el hermoso cuento de Chéjov
‘La dama del perrito’, que muestra cómo un supuesto ligue sin más se convierte
en amor verdadero, a trompicones, incluso en contra de la voluntad de la pareja
en cuestión».
«¿Os
ocurre eso muy a menudo por ahí abajo?», preguntaría el alienígena.
«Sí»,
diría yo. «Pero sobre todo en la Rusia del siglo XIX». (Tampoco hay que
detallarle todo a los alienígenas.)
Pero,
también, sería importante que supiera que no todos los que habitan esta esfera
encuentran el amor. Así que ‘En el carro’, también de Chéjov —uno de los
cuentos más tristes de todos los tiempos, en el cual no ocurre absolutamente
nada, salvo esto: una persona que se siente sola se queda así, sola.

¡Pero allí
abajo no todo se reduce a estar enamorados o no! También nos obsesiona el
dinero. Así que nuestro alienígena debe leer ‘En el sótano’, de Isaac Babel, el
cuento más exultante jamás escrito sobre el sistema de clases: sencillo como un
chiste (invitan a un niño pobre a casa de un niño rico y él luego debe, esto,
corresponder), profundo como una parábola en su forma de mostrar cómo la
pobreza infecta y enrarece todo lo que toca. También contiene una frase brutal,
que puede que le resulte útil al alienígena en su planeta: «Nieto mío, voy a
tomar aceite de ricino para tener algo que llevar a tu tumba».
Llegados a
este punto, los humanos empiezan a parecerle al alienígena un poco “coñazo”, y
su largo dedo verde se dirige, subrepticiamente, hacia el Rayo Mortal. ¡Un
momento, Zarcon 13! ¡Los terrícolas también podemos ser buenos! La prueba: ‘Cuando
el señor Pirzada venía a cenar’, de Jhumpa Lahiri. Hace unos años impartí una clase
sobre este cuento en la universidad, después de una sucesión de cuentos
contemporáneos de lo más macabros y oscuros, y dio pie a una gran conversación
sobre lo difícil que resulta crear una acción dramática a partir de personas
que se comportan bien y que se preocupan el uno por el otro; y lo gratificante
que resulta cuando alguien lo consigue.
¿Tienen
los alienígenas madres? Sé que algunos alienígenas se reproducen espontáneamente:
se arrancan trozos y los colocan sobre el suelo y después los riegan… Pero
supongamos que nuestro alienígena no es de esos. Yo le daría ‘Heme aquí
planchando’ de Tillie Olsen (en el cual una madre de clase obrera reflexiona,
ferozmente, sobre la manera en que ser pobre ha complicado la relación con su
hija), para mostrarle que nuestra madres, en la Tierra, son tan buenas y
ofrecen el mismo amor que cualquier madre alienígena —y, de hecho, es probable
que sean mejores, porque aquí abajo, colega, estamos limitados (y ojo, que no
me quejo) por un aplastante sentido de lo material, que hace que todo resulte
difícil, no como vosotros, allí arriba, con vuestros «jardines infinitos» y
vuestros «robots que producen petisús» y todo eso.
Allí
arriba, en vuestro planeta, ¿igual la gente vive para siempre? Bueno, pues aquí
abajo no sucede lo mismo. Y eso hace que las cosas den miedo, como queda
demostrado en el gran ‘La muerte de Iván Ilich’, de León Tolstói, que se
inspiró en una anécdota que el propio Tolstói escuchó una vez: un hombre
moribundo gritó ininterrumpidamente durante los últimos días de su vida. El
resultado es vivificante y aterrador, como atender el funeral de uno mismo
—¡pero de una forma positiva!—. Desde la primera página ya sabemos que Iván
está muerto, pero nos olvidamos, a medida que el momento llega, y nos
encontramos en un estado (que nos resulta muy familiar) de negación. ¿Qué puede
salvarle? Nada. ¿Cuál fue el pecado que le llevó a morir en tal estado de
terror? Cada lector contestará a esa cuestión de manera diferente y, si acaso
sirvo como ejemplo, lo contestará de forma diferente en diferentes momentos de
su vida.
Nuestro
alienígena nos está mirando raro. «Pobres imbéciles», parece decir con sus
cuatro ojos verdes y con los cuatro que tiene azules y con esa cosa que es como
una trompa y que cuelga de esa otra cosa, más pequeña, que parece una trompa:
«¿cómo sobrevivís? ¿Acaso ofrece vuestra existencia en la Tierra algún placer?».
«Oh, desde
luego», decimos. «Muchos placeres». Una de las cosas que realmente nos gusta
hacer a los humanos es juzgar a alguien y dejar que esa opinión se anquilose
para que podamos disfrutar de la consiguiente sensación de petulante
superioridad. Bueno, yo sí, por lo menos. Aunque el placer nunca dura
demasiado, como demuestra ‘Danza de las sombras felices’ de Alice Munro, ‘The
Deacon’ de Mary Gordon, y el cuento de Raymond Carver ‘Una pequeña cosa buena’.
En cada uno, el lector se ve transportado hasta un lugar cómodo y severo, donde
el escritor y el lector conspiran para criticar/mirar por encima a un
personaje. Luego todo se da la vuelta: el lector se da cuenta de que
(equivocadamente) se ha aliado con la intolerancia y la crueldad. Esto es,
quizá, el momento terrícola por antonomasia: cuando descubrimos que hemos
subestimado a uno de nuestros congéneres. Pero en literatura también es un
dulce momento, porque la vergüenza que siente el lector es también la prueba de
que él o ella todavía sabe diferenciar el bien del mal y que prefiere el bien.
Ahora, échale un vistazo a nuestro alienígena: ¿Ha decidido, él también, ser
más generoso a partir de ahora?
Si es así,
quizá sea humano, después de todo.
© de la edición de julio de 2014 de la revista ‘O, The OprahMagazine’.
© de la traducción: Ben Clark.
1 comentario:
excelente post, me ha gustado muchisimo, gracias por compartirlo. saludos
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